BUSCANDO TRAER DE VUELTA AL ASESINO DE LOS TERNEROS


En 2013, en Puerto Octay, en una de las mayores lecherías del país, se detectó una brutal y masiva matanza de terneros machos. La ley lo permite, pero no de esa forma: a martillazos o de hambre, entre otros métodos fuera de cualquier protocolo. Aún no hay sanción penal, aunque hoy la fiscalía tiene una última carta por jugar: lograr una extradición y así traer de vuelta al país al neozelandés que todos los testigos sindican como principal responsable de uno de los más graves casos de maltrato animal registrados en Chile.



Cuenta Francisco Ehrenfeld que para septiembre de 2013 apenas dormía. Andaba angustiado e irascible y sentía culpa, asco. Pasaban por su cabeza las imágenes de lo que –dice– su jefe lo obligaba a hacer en su trabajo en la Hacienda Coihueco (ex Rupanco), en la comuna de Puerto Octay. Eso que tantas veces vio en las instalaciones de Manuka, la compañía de capitales neozelandeses donde se desempeñaba como jefe de producción en salas de lechería y que es considerada la mayor productora de leche en base a pastoreo del país.

Los sonidos aún retumbaban en sus oídos. Esos golpes secos, los balidos desesperados.

Matar terneros recién nacidos a golpes o dejarlos morir de hambre y sed, solo por ser machos, para luego tirarlos a una zanja donde se apilaban sin siquiera comprobar que efectivamente estuvieran muertos; una, dos, cinco, diez, veinte y hasta 50 o más veces al día, varias jornadas a la semana, no sale gratis.

Fue adonde su jefe, un neozelandés llamado Zachary Ward, y le dijo que ya no podía seguir, que todo estaba mal y debían buscar otros métodos. Así lo relató en el tribunal y lo ratificó en conversación con Reportajes.

Ehrenfeld recuerda que Ward tenía en sus manos un combo macizo de unas tres libras y que le respondió con “lógica económica”:

“Me acabo de comprar este martillo. Completo vale $ 3.000, pero lo compré por separado con el palo y pagué $ 1.500. Con esto tengo para matar a todos los terneros que quiera, sin costo. Pero si lo hacemos como tú dices, con el producto para la eutanasia, que cuesta como $ 50 mil y alcanza para 20 terneros, son al final como $ 2.500 por cada uno. Tenemos que matar a unos 10 mil terneros y eso implicaría un costo de $ 2,5 millones”.

Ward, por entonces gerente de producción de Manuka, era quien daba la orden y también el ejemplo de cómo se debía eliminar a los animales. Un video y varios testimonios dan cuenta de ello.

Al ternero recién nacido que cayó del carro le costaba ponerse de pie. Ward se le acercó con sus botas de goma, un gorro verde y su martillo en mano, se puso al frente y, mientras aún estaba en el suelo e intentaba pararse, le asestó un golpe seco en la cabeza. La cría se estremeció de dolor y pataleó unos instantes al aire. Luego vino otro golpe y después otro más. De ahí lo tirarían a la fosa, junto a tantos otros que pasaron por lo mismo.

“Sacaba toda su rabia y su furia, y vamos matando a golpes a los terneros. Y si alguno quedaba medio aturdido, se ensañaba con ese en el suelo”, recuerda Ehrenfeld.

Sólo esa temporada unos 7.000 terneros machos fueron sacrificados en la Hacienda Coihueco, y en aproximadamente mil casos no quedó registro de lo que realmente pasó: simplemente desaparecieron. Se especula que todos esos fueron eliminados por fuera de cualquier protocolo o reglamento.

Es hasta la fecha uno de los mayores casos de maltrato animal registrados en el país. Los testimonios de antiguos trabajadores se refieren no sólo a golpes con martillos, palas, fierros y llaves o a la inanición forzada, sino que además a cualquier forma para eliminar a los animales, incluso inyectándoles aceite quemado directamente en el corazón, sin importar si les infligían o no dolor.

Todos apuntan a Zachary Ward como el principal responsable, y varios también sindicaron a Gonzalo García, por esos días jefe de producción en el área seca de Manuka, a cargo de la disposición de todas las crías nacidas en la hacienda. Aunque a este último nunca nadie lo vio matar animales y en el juicio oral que se llevó a cabo en su contra a fines de 2018, la fiscalía no pudo acreditar su participación, por lo que fue absuelto de cualquier cargo (ver fallo).

Distinto es el caso de Ward, cuyo rol protagónico ha sido corroborado en cada instancia. Lo señalaron cuando fue el Servicio Agrícola y Ganadero (SAG) a fiscalizar en agosto de 2013; lo ratificaron ante funcionarios de la Dirección del Trabajo (DT) a comienzos de 2014; y poco después, ante la fiscal jefe de Río Negro, Leyla Chahín, quien desde fines de 2013 ha guiado la investigación judicial para sancionar penalmente a quienes resulten responsables de la matanza.

Desde que el caso explotó han pasado cinco años y medio. Ward y García fueron desvinculados de la empresa luego de que sus jefaturas aseguraran que ambos les reconocieron en privado su participación, tal como declararon en el juicio de García. Pero hasta ahora no ha habido sanción judicial.

Ward salió de Chile apenas supo que lo investigaban, con $ 61 millones de indemnización y los pasajes aéreos que le pagó Manuka, y nunca volvió. Primero fue a Alemania, y tras un breve paso por Nueva Zelandia, viajó a Estados Unidos, donde se radicó.

Pero hace un mes volvió a Nueva Zelandia y entonces la fiscal Chahín hizo su movida. El 26 de abril lo formalizó en ausencia por maltrato animal reiterado, para obtener una orden de detención internacional y solicitar su extradición. Algo que el Juzgado de Garantía de Río Negro negó inicialmente y que la persecutora logró en parte revertir ante la Corte de Apelaciones de Valdivia.

El fallo de esa apelación salió el 22 de mayo, y aunque volvió a rechazar su detención, sí dio el vamos para que se solicite formalmente la extradición de Ward. Se viene ahora ese proceso. Quedó echada sobre la mesa la última carta que le quedaba por jugar a la fiscal para dar con el responsable de la masacre y evitar que todo quede en impunidad.



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Los terneros machos no sirven a la industria lechera. Se les considera un residuo del proceso productivo y por eso, a los pocos días de nacidos, se venden en ferias y mercados para hacerlos engordar y a futuro convertirlos en carne. A otros los regalan. Unos pocos se mantienen como toros reproductores. Y al resto los matan.

La ley de protección animal lo permite, aun cuando sea por motivos comerciales.

En 2017, la última vez que el INE realizó su Encuesta de Ganado Bovino, los productores consultados reconocieron que un 0,7% de los becerros nacidos en lecherías fue sacrificado, y que la mortalidad de terneros ese año superó los 35 mil ejemplares.

No se puede hacer de cualquier forma: sólo con “métodos racionales” y que tiendan a evitar sufrimiento innecesario a los animales. Que mueran de inmediato y de forma certera. Y todo está normado y regulado según estándares internacionales.

Hay tres formas legales de asesinar terneros: 1) darles un tiro en la frente con una bala o un perno cautivo no penetrante; 2) electrocutarlos dos veces, una para aturdirlos y otra para matarlos, o; 3) inyectarles a la vena una solución eutanásica, todo siempre suministrado por algún veterinario, y de ser necesario, con sedación. Da lo mismo cuántos sean: diez, cien, mil o más. Si el procedimiento se cumple, no debiera haber problemas.

Pero en Manuka, bajo las órdenes de Zachary Ward, no se cumplió. Aunque sabían todo eso e incluso tenían protocolos y procedimientos normados de acuerdo a la ley, hubo quienes lo pasaron por alto y en la empresa fallaron todos los mecanismos de control. El SAG lo corroboró en agosto de 2013, cuando un agricultor vecino dio la primera alerta y les mostró una fosa abierta de cuatro metros de profundidad, llena de cadáveres de terneros y vacas flotando en agua sucia y estancada (ver fotos).

La fiscalización dio con varias infracciones. Que cuando sí se aplicaba la solución eutanásica, lo hacía personal no capacitado, y no vía intravenosa, sino con punción al corazón y sin uso de sedantes, lo que producía dolor a los terneros. Que no constaba su muerte antes de lanzarlos a la zanja. Y que la fosa quedaba al descubierto, con los animales muertos a la vista. También verificaron el uso de golpes con elementos contundentes y que a muchos los dejaban morir de hambre. Pero sólo se les aplicó una multa.

El entonces jefe del SAG en Río Negro, Andrés Duval, declaró más adelante que si no presentaron denuncia criminal, fue porque no constataron maltrato animal, “aunque las irregularidades en los procedimientos pudieran hacer sospechar al respecto”.

Para Chahín, que partió su investigación meses después, los dichos de Duval no bastan: “El SAG me debió haber dado cuenta en ese momento. Son funcionarios públicos. No entiendo por qué no lo hicieron”, dice.

La administración de la empresa aseguraba que no estaban al tanto de las irregularidades y que, tras la sanción, ajustaron sus procesos e impartieron instrucciones para ya no caer en faltas. Pero los antecedentes que llegaron a manos de Chahín a fines de 2013 daban cuenta de que todo siguió igual al menos por los meses que siguieron. Aparecieron más fotos y videos que se filtraron a la prensa. Y la justicia comenzó su persecución.


Fotografías de las fosas donde se dejaba a los animales sacrificados en la Hacienda Coihueco cuando se detectaron las irregularidades, en 2013.

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El diputado Fidel Espinoza (PS) recuerda que en medio de la campaña de 2013 se le acercó un grupo de mujeres en Puerto Octay y le habló de las matanzas en la hacienda de Manuka. Que sus maridos tenían problemas psicológicos, pues desde hacía años que los obligaban a matar terneros de forma brutal. Que necesitaban el trabajo, pero no en esas condiciones. Que era inhumano.

Pasadas las elecciones, el parlamentario pidió a la DT que investigara su situación laboral y entregó los antecedentes a la fiscal Leyla Chahín.

La arista laboral ratificó que las prácticas siguieron al menos hasta diciembre de 2013, que el principal responsable sería Zachary Ward, y que existían “indicios suficientes de vulneración al derecho a la vida y la integridad psíquica de los trabajadores”. Tras una mediación, en febrero de 2014 la empresa acordó con sus trabajadores realizar las matanzas sólo con procedimientos legales y realizar una capacitación (ver informe).

Ya a esa altura Ward estaba fuera de la empresa y del país, por lo que la investigación de la fiscal siguió en su ausencia. Obtuvo más testigos, videos, fotografías y documentos que probaban que la empresa sí tenía protocolos, aunque fue Ward, el ejecutivo a cargo de implementarlos, quien primero los infringió de forma directa y habría ordenado a varios de sus empleados hacer lo mismo.

La causa estuvo inactiva durante más de cuatro años. Recién en 2018 se reactivó cuando la fiscal, antes de que el delito prescribiera, decidió formalizar por maltrato animal a Gonzalo García, a quien Manuka –bajo una nueva administración– había recontratado. Meses después ya estaban en un juicio oral, donde a pesar de los testimonios presentados, la fiscalía no pudo comprobarle responsabilidad alguna en los hechos.

Chahín puso entonces el foco sobre Ward, aguardando a que dejara EE.UU. (donde trabaja en Grasslands, empresa vinculada a algunos socios de Manuka) para formalizarlo, pedir su detención y su extradición a Chile. Y eso ya pasó. Ahora, la fiscal está a la espera de que la Corte de Apelaciones de Valdivia ponga en tabla la audiencia para discutir la solicitud de extradición.

“Hemos hecho todo lo que podíamos. No fue dejar un perro amarrado tres días sin agua ni comida en un patio. Aquí hay entre 500 y 1.500 terneros que mataron de forma cruel. Y sólo en una temporada”, dice Chahín.

Lo que ocurrió en la Hacienda Coihueco en 2013 abrió un debate sobre cómo la industria lechera dispone de los terneros machos. Aunque sigue controlada por neozelandeses, en 2017 Manuka amplió su capital en US$ 25 millones e ingresó un nuevo socio a la propiedad (10%): el fondo de inversión Drake, del empresario Nicolás Ibáñez. Desde la empresa aseguran que ya no eliminan terneros como práctica habitual.

Su nuevo gerente general, Cristián Swett, afirma que desde 2014 no matan a ninguno en sus instalaciones y que premian a los administradores que demuestran cuidar su bienestar. Que cada temporada nacen 34 mil, mitad hembras, mitad machos, y que a todos hoy se les trata por igual. Unos mil se quedan por su calidad genética para ser reproductores. Otros 2.000 son donados, y otra cifra similar ha ido a un programa experimental de engorda con empresarios argentinos. El resto, cerca de 9.000, se venden.

“La decisión de no matar más terneros puede sonar simple, pero es muy compleja, y ha requerido una gran inversión. Porque en todas las lecherías del mundo eutanasian los machos, y es lo más normal que hay”, dice Swett.


Publicado originalmente en Reportajes La Tercera (02/06/2019)

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