EL ABRAZO

Ayer al mediodía se esperaba una tormenta en Santiago. La mañana había sido fría. Un compañero en el trabajo me preguntó si iba a llover. ¿Por qué habrá pensado que tendría una respuesta? No lo sé. Me asomé por la ventana abarrotada que da a un espacio encerrado entre edificios viejos y deslavados y miré al cielo.
Nunca he tenido la certeza de cómo son los días lluviosos –y eso que soy de los que gozan caminar bajo la lluvia–, pero imaginé que cuando las nubes están bajas, como intentando acercarse al suelo, podría ser la señal. Como cuando envuelven a la Virgen del Cerro San Cristóbal: cuando llueve o va a llover, la enorme estatua blanca no se ve. Sea como sea, desde donde estaba era imposible que la viera, pero sí noté que las nubes estaban altas. Las azoteas de los grandes edificios del centro de la ciudad se veían con claridad y los pájaros, además de uno que otro avión, volaban nítidamente bajo un fondo blanco grisáceo.
-No tiene cara de lluvia –le respondí mientras descargaba en un cenicero casi lleno de colillas las cenizas de mi cigarro.
Al parecer me creyó. Quizás lo dije con cara de saber lo que decía. Creo que hasta yo me lo creí. Unas pocas horas más tarde parecía que el cielo se escurría. A las 22:00 horas el canal San Ramón ya se había desbordado en La Reina y hoy en los matinales se recomendaba a la gente no salir de sus casas. Pero a esa hora, al medio día de ayer, parecía que no iba a llover. Por lo menos eso creía.
A pesar de la amenaza del nuevo frente de mal tiempo anunciado por Iván Torres, el enchulado hombre de los pronósticos y concursante del programa de baile de moda, la capital seguía el curso de la normalidad. Atrás había quedado el tradicional discurso de la Presidenta Bachelet del 21 de mayo, en el que prometía computadores para los niños de 7º básico, aumentaba el número de becas para estudiar en el extranjero y se olvidaba de eliminar un impuesto de un 7% a los jubilados por temas de salud. Por otro lado, las tomas en algunos de los colegios más importantes de Santiago no echaban pie atrás en su lucha contra la nueva Ley General de Educación. Y las calles estaban tan llenas como siempre de gente con cara de culo y paso acelerado. Algunos, eso sí, se hacían el tiempo para detenerse en algún quiosco e informarse si Cristián de la Fuente había ganado o no la final en la versión gringa del mismo concurso de baile. No había ganado. El cielo parecía seguir sin ganas de soltar algunas gotas. Me abrigué y salí a la calle. También tenía cara de culo.
Caminaba lento. Un paso tras otro. Miraba al suelo, fumaba otro cigarrillo –debió haber sido el cuarto o quinto del día– y de repente levantaba la mirada para no encontrarme con nada que me tentara a seguir observando. Quizás buscaba una sonrisa, pero no la encontraba. Tampoco me esforzaba mucho. Mis ojos nuevamente se clavaban en la acera.
Mientras, junto a mí pasaban hombres terneados, mujeres con pinta de ejecutivas hablando por celular y gran parte de la gama de personajes típicos del centro capitalino: cuidadores de autos, gitanas, lustrabotas y tipos que entregan volantes con fotos y números de putas que atienden en alguno de los edificios de Paseo Huérfanos.
No pescaba a nadie. Tenía muchas cosas dando vueltas en la cabeza, desfilando en mi mente incluso más caóticamente que todos los que estaban alrededor. Había ruido, pero sólo percibía silencio. Ni siquiera me asomé a esa librería donde siempre me detengo a ver qué libro está en oferta. No tenía ganas. Iba a la Contraloría, al frente de La Moneda, a buscar unos papeles, pero tampoco me preocupaba el destino. Simplemente andaba lento, con la vista gacha y el sexto cigarrillo de la jornada consumiéndose entre mis dedos. Eran como las 13:30 horas. Poco me importaba también el tiempo. Mis labios estaban sellados. Mi mente en cualquier otro lugar.
Pensaba en una mezcla rara de cosas comunes. Pasado, presente, futuro. Todo revuelto. Nada claro. Me enfocaba en mi trabajo, pero terminaba en otro lado. Hacía frío. Seguía caminando.

*****


Varias veces me he preguntado por qué la gente camina con expresión de haber pasado un mal rato o de haber sentido un mal olor. En la micro, en las veredas, en el metro: todos andan apurados, con el ceño fruncido, la mirada fija y fría y las bocas arqueadas hacia abajo. Aunque con el Transantiago se han acostumbrado a vivir apretados, son pocos los que se dan cuenta de que su espacio está siendo compartido y no invadido. Y no podría decir que soy de los unos o los otros. Soy de los que viven a momentos. Últimamente, de los que no quieren compartir ese espacio. No por simple mezquindad. Es porque el último tiempo he estado distante, pensativo, reflexivo, ido y un montón de cosas más que ya ni siquiera sé qué son. Aun cuando estoy rodeado de gente. Cuando llego a un lugar, siempre me quiero ir. Pero ayer caminaba. Me dirigía a un lugar. No me preocupaba. Sabía que sólo estaría unos minutos ahí y luego me largaría. Eso había dicho en el trabajo: “Voy y vuelvo”. Pero lo que pensaba, era “me quiero ir”.
Ya habían pasado 5 minutos desde que había salido de la oficina. ¿5 minutos? Hubiera jurado que habían sido más. Miré el reloj y no, no andaba más lento. Quizás era yo. Levanté por un segundo la cabeza y encontré algo. Ya lo había visto en la televisión, en Las Últimas Noticias y en Internet. Era a lo mejor algo repetido, conocido, pero me llamó la atención.
En la esquina de Huérfanos con Ahumada, un hombre se encontraba parado justo al medio. Paseo Ahumada es la peatonal más transitada de Santiago y con sus farmacias, grandes tiendas, bancos, heladerías, fuentes de soda, carteristas, mendigos, carabineros, peruanos, vendedores ambulantes, perros y palomas es el centro del centro de la ciudad. Cada día pasan por ahí millones de personas. Si se dejara una cámara fotográfica con el obturador abierto, se verían sólo estelas del movimiento frenético: todos van de un lado para otro. Pero él estaba quieto. Además, sonreía.
Vestía un chaleco gris, unos jeans ni tan nuevos ni tan viejos y un moño que trataba de darle orden a su desarreglada melena canosa. Su rostro era tan rosado como el del viejito que aparece en las latas de Coca Cola cada fin de año, y al igual que él, se escondía tras una barba blanca –aunque la de este hombre era mucho menos frondosa–. En suma, tenía pinta de gringo ecologista.
Me acerqué a él justo cuando me daba la espalda. La gente que pasaba lo miraba. Algunos, incluso con desprecio. Pero él seguía ahí, quieto e incólume ante esas miradas que lo catalogaban de bicho raro, manteniendo su cartel en alto. “Abrazos gratis”, decía. Pensé en darle uno. No quería que perdiera su tiempo.
Desde 2004 la tendencia empezó a recorrer el mundo. En distintos puntos de las grandes ciudades, hombres y mujeres siguieron el ejemplo de un tipo que subió un video a Youtube y salieron a las calles a regalar abrazos a quien estuviera dispuesto a recibirlos. Yo lo veía y me daba pena. Nadie lo abrazaba.
Cuando llegué a su lado le toqué el hombro. Se volteó hacia mí.
-Compadre, veo que nadie te pesca. Así que te voy a dar un abrazo –le dije.
Él sonrió y me dio las gracias. Extendió los brazos y me abrazó. Fueron sólo unos segundos, pero pude sentir la calidez de sus manos y mejillas. Además, la fuerza con que se aferraba a mí era sutil, tierna, sincera. No esperaba nada cambio. Nada más que un abrazo. Se acabaron esos segundos. Le estreché la mano, lo felicité por la iniciativa y me fui. Ni siquiera le pregunté el nombre.
Seguí caminando. Aún me quedaban dos o tres cuadras para llegar. Pero no quería ir. Mientras andaba por la acera húmeda, pensaba en ese abrazo y sonreía. Me imaginaba lo imbécil que me vería si me dejaba llevar por las enormes ganas que tenía de volver y abrazarlo por un buen rato más. Al final no lo hice.
Dejó de importarme si llovía o no más tarde. Dejó de molestarme el lento correr del tiempo. Durante ese día no miré más el suelo y no busqué más sonrisas en los rostros cansados de los demás. Cuando salí del trabajo me empapé de pies a cabeza y crucé calles que parecían ríos.
Me había equivocado. Sí iba a llover.