MUJER DE LATA

La ganadora del Altazor 2004 por su papel en “La mujer Gallina”, Claudia Celedón, está aburrida y cansada de actuar y de muchas cosas más. Lo toma todo para la talla. Habla sin parar y no latea a nadie, pero con la excepción de cocinar y, al parecer, de hablar, todo le da lata.


Claudia Celedón está tranquila y relajada. Se sienta, en un principio, como si estuviera pegada a la silla gris que está atrás del escritorio de madera, pero no demora mucho en sentirse como en su casa. Habla como toda una conocida: sin pausas y mirando a la cara, y parece que eso no le da lata. Algo muy extraño en una persona que no es aburrida, pero que se aburre de casi todo.
No se calla, excepto para saludar a modo de burla a quien entra a la sala. A ella nada le parece tan serio como para no reírse o hacer chistes. Quizás por eso no le gustan los papeles, según ella, heavy, porque le carga "la rutina que tenga que ver con flagelo o con dolor". Dice que no podría ir a suicidarse todos los días al teatro y que hay que ser muy fuerte para que un personaje de esas características no le afecte y parece que ella no lo es tanto. O le da lata serlo. Tampoco le gusta trabajar "con personas que no tienen sentido del humor o que basan su trabajo sólo en el ego". Es que no entiende la postura de los actores famosos que se creen el cuento y no los soporta; menos que se crean la pomada del 'artista'. Una de las tantas cosas que a la actriz que no llaman tanto para actuar en televisión, debido, según ella, a que su cara rara se acerca más a la imagen rusa –o de cualquier otra cosa– que a la gringa que se busca, le dan lata.
En la solapa de su chaqueta negra entreabierta, que permite que las pecas y el lunar de su pecho se asomen, tiene un prendedor dorado con forma de estrella de seis puntas. Es el símbolo del
Mahikari, una técnica japonesa de sanación a través de la quema de toxinas por medio de la energía. Ella lo practica desde que se lesionó los meniscos jugando raquetball "a lo más vieja alolada” que siempre le han gustado los deportes y que practica natación, porque Claudia no toma medicamentos. Si se siente mal sale, se queda en su casa o se pone a hacer cualquier cosa que escape de la medicina tradicional. Su hermano Matías cuenta que siempre intentan coincidir en Navidad o almorzar juntos los domingos, "como cualquier buena familia disfuncional", pero que si ella está bajoneada o no se seinte bien, simplemente no va. Pero nunca ha sido muy buena para salir, al contrario de su padre, Jaime Celedón, un actor demócrata cristiano hasta las patas y pro golpista que se juntaba en su casa a tomar tragos con Allende y que nunca comía con ella por las noches porque estaba afuera. De hecho, si Claudia no está en su casa -el lugar donde más le gusta estar- ya a la una de la mañana le da lata estar ahí, sea donde sea que esté: vuelve a su hogar, arma sus cosas y se va a dormir. Sólo hace eso. No prende el televisor ni siquiera para ver las seriales que dan en el cable y que, supuestamente, tanto le gustan. Ni las teleseries, ni los programas de miscelánea o de actualidad como “Tolerancia Cero” le atraen. Es que no ve televisión abierta, la encuentra mala, la aburre, le da lata.
Mientras sus manos delgadas y largas juegan entre sí sobre el escritorio de madera, Claudia se muestra muy tranquila. Las mueve, pero no en un acto de nerviosismo, sino todo lo contrario. Ni siquiera se preocupa de correr los mechones de pelo castaño claro que se le cruzan por la cara no apta para televisión. Quizás, le da lata. Y sigue hablando sin parar. Nadie puede discutir su talento para actuar y por eso se ganó el premio Altazor en el 2004 por la obra “La mujer Gallina”, pero para ella ese galardón no es para volverse loca. "Sí, es un premio, un reconocimiento -dice-, pero no es más que un pájaro de fierro. Tiene 41 años y ya se está cansando del teatro. El ’83 entró a estudiar actuación en la escuela de teatro Imagen, dirigida por Gustavo Meza, a pesar de lo que le dijo su padre cuando supo su decisión: “¿Cómo vas a estudiar teatro? Mira, las actrices son prostitutas o locas”. Al preguntarle cuál de las dos es, ella contesta sin pensarlo dos veces: prostituta.
Siempre tuvo talento, y no se debió ni a las clases ni a los referentes que ella dice no tener. Actuar le salía natural y por eso, ni a ella ni a la Amparo Noguera –eran compañeras- le costaba mucho hacer las cosas. Claudia cree que es como “si tu papá fuera carpintero y de repente te digan ‘ya, haz una mesa’. Lo más probable es que tú sepas cómo hacer la mesa. Me pasé años de mi vida yendo a los ensayos del Ictus. Ahí escuchas y te entra la cuestión como por osmosis”. Pero para ella el teatro significa un esfuerzo muy grande en comparación a la recompensa que se obtiene, especialmente cuando el público es cabezón. Le carga y le cansa, incluso más que haya sólo 10 personas en las butacas del teatro, que el público piense todo el rato y la ponga en tela de juicio en todo momento. Le da lata pero su opción es la siguiente: “chao. Lo voy a hacer igual y si te gusta, vieja con caracho, te gusta, y si no, pesca tu entrada, párate y ándate.”
Se mueve para adelante y para atrás en la silla gris mientras sigue jugando con sus manos y su prendedor dorado de seis puntas brilla con el reflejo de la luz que se cuela por la ventana. Claudia sigue hablando como si estuviera en el living de su casa. Le encanta ser dueña de casa, para ella y para su hija Andrea, quien dice tener una relación de complicidad con su madre y la cataloga como una persona muy auténtica. A ambas les gusta cantar y lo hacen juntas, haciendo segundas voces. La tuvo a los 20 años, cuando estaba casada con Humbertito, el también actor Cristián García-Huidobro. Pero se aburrió de los hombres. Suele hacerlo. Los encuentra obvios, predecibles y exigidos, lo que le da ternura, tanta que prefiere acogerlos a acostarse con ellos. Los encuentra amorosos, pero a la vez, los ve como niños. Le dan lata y el hombre que logra erotizarla, siempre la trata mal. Por eso el sexo ya no le importa y le desilusiona si no es con amor.
Sus principales preocupaciones son sus trabajos: el espiritual y el laboral, pero antes de eso siempre está Andrea, a quien deja alojar con el pololo. De hecho, a esta actriz vegetariana le encanta cocinarle y a su hija le fascina que lo haga. Cree que es una gran cocinera. Pero no sigue recetas, le gusta inventar, improvisar, al igual que en sus diálogos cuando actúa, y todo por no latear a su hija. A ella la latearon. Su madre nunca le cocinó, estaba en otra. Prefería pasar su tiempo rememorando el resabio de una época aristocrática en Zapallar y cosas como esas. Por eso Claudia quiere estar con su hija y consigo misma. No le gusta eso de trabajar y lo peor que le podría pasar un domingo sería eso, tener que subirse a las tablas y hacer lo que ella hace, actuar. Prefiere tener tiempo para sí, para leer, para ir a la cordillera y si un trabajo es intenso, que dure 20 días a lo más. Claudia está cansada de actuar pero no estudiaría algo más, no iría a la universidad. Simplemente, porque le da lata.

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