FUERA DE LAS URNAS

Los candidatos no fueron los únicos protagonistas el domingo pasado. También estuvo la gente, los votantes, los militares, los niños y los perros. El 11 de diciembre no sólo tuvo votos, sino que fuera de las mesas y de las urnas pasaron muchas cosas y personas, que son el lado B de las elecciones.

El Estadio Nacional parecía una fiesta familiar. Quizás, una fiesta navideña de esas en que ni el más viejo de los abuelos, o el más joven de los niños, puede faltar. Incluso, en muchos casos, hasta el perro había sido invitado. Pero no había regalos, tampoco árboles adornados con luces y objetos brillantes. Lo más cercano a un Viejo Pascuero era un hombre de barba larga y canosa vestido con una camisa a cuadros y unos pantalones caqui que bajo la sombra de un árbol bebía agua mineral para mitigar –si es que se podía– el excesivo calor. No se acercaba para nada a la imagen del viejito tierno y colorado de las latas de Coca Cola: era moreno, mucho más delgado y chileno. Era domingo 11 de diciembre y la versión mestiza de Papa Noel había ido a votar y tenía su pulgar derecho manchado con tinta.

El chileno no es homogéneo y en el principal centro de votación de Santiago se notaba: hombres con suspensores escoceses que afirmaban unos pantalones que llegaban casi hasta su pecho, mujeres regordetas con vestidos sueltos y sombrillas o abanicos que refrescaban un poco sus rostros colorados y sudorosos, chiquillas con faldas cortas, poleras escotadas y buenas tetas y muchachos con pelo largo, pelo corto e, incluso, sin pelo. También había militares que caminaban por la calle respondiendo las preguntas que la gente les hacía, ancianos –casi todos con sobrero– que dificultosamente se movían entre la gente apoyados en sus bastones, personas en bicicleta, niños con caras de aburridos, perros con la lengua afuera, mujeres embarazadas, personas en sillas de ruedas, abuelitos con andadores y tanques de oxígeno, una mujer cuyos dientes parecían querer escapar de su boca -y en distintas direcciones- y un enano que se paseaba escuchando walkman; chilenos comunes y corrientes, gente normal.

El calor era insoportable y a los heladeros y a los que vendían bebidas, siempre oportunistas, la temperatura les cayó como un regalo del cielo. Gran parte de los votantes andaba con un helado en la boca o una botella con algún líquido bien frío en la mano. A más de un niño se le cayó el helado cuando lo abría y más de un padre, al verlo, lanzó al aire un “Che’ suma...”. A veces, un viento más o menos fresco se ponía a correr entre las personas. Sí, refrescaba un poco, pero tenía algo malo: el polvo viajaba con él y se dirigía, sin remordimiento o permiso alguno, hasta el lugar más desagradable al que puede llegar, los ojos.

Los periodistas corrían de un lado a otro con sus micrófonos, sus cámaras, sus cables y sus grabadoras. Cuando llegaba alguna figura como Soledad Alvear (DC), candidata al Senado por Santiago Oriente, o el alcalde de Ñuñoa, Pedro Sabat, se aglutinaban a su alrededor para acosarlos con preguntas con respecto a las elecciones y al proceso que ese día domingo se llevaba a cabo en todo el país. La gente hacía lo mismo, pero no formulaba preguntas. Sólo se quedaba ahí, viendo, y en algunas ocasiones, saludando a las cámaras. De entre la gente, cuando estaba el edil ñuñoíno hablando con la prensa, salió una mujer para quejarse porque cada vez que quiere hacerle llegar al alcalde sus molestias, no lo consigue. Se le escaparon unas lágrimas y Sabat le dijo, con una cara colorada de ira, “Pare de lloriquear y vaya al cuarto piso de la alcaldía”, mientras Juan Guillermo Vivados saludaba y sonreía como lo hacía en todas las fotos que habían estado en las calles hasta dos días antes.

En el momento en que la intendenta local, Ximena Rincón, llegó junto al General Patricio Cartoni, jefe de plaza de la Región Metropolitana, la prensa hizo lo mismo. Se les abalanzó y los agobió con preguntas con respecto al proceso que terminaría por cambiar al ocupante de La Moneda, algunos cupos en el Senado y a los diputados. La gente tampoco cambió el hábito y se acercó. Por atrás un hombre medio canoso, con una colita en el pelo y con una camisa entreabierta en el pecho, que dejaba ver una cadena dorada, arrojó un “Puta, que está rica la intendenta”. Y encontró aprobación a su alrededor.


LA PRECIOSA SEGURIDAD

Entre la gente ella destacaba. Se movía casi exclusivamente por la calle que bordea el Estadio Nacional. Nunca se metía entre las filas de la gente que hacía cola bajo el calor abrasador para sufragar en las mesas de votación. Cuando no estaba caminando, mirando atentamente de un lado a otro, se encontraba parada, quieta, y a veces, sonriendo. La visera de su gorro le hacía sombra en la parte superior de su cara, pero sus ojos verdes no se perdían. Seguían mirando a la gente que pasaba frenéticamente por la calle y a la que se encontraba hace minutos o incluso horas esperando para marcar solamente tres líneas sobre tres papeletas distintas: la amarilla para el presidente, la celeste para los senadores y la blanca para los diputados. Y esa rubia seguía ahí.

Su tez era blanca y sus labios finos y rosados. Su voz era tierna y su sonrisa linda, de esas que mezclan perfectamente el nerviosismo con el coqueteo. Sus manos, sus brazos y su rostro eran de facciones muy finas, delgadas, estilizadamente delicadas. Pero eso no era lo que más llamaba la atención en ella. Era su vestimenta. Su cinturón era verde y ancho, y estaba puesto por sobre su blusa. Ésta también era verde, aunque en distintos tonos y matices, y sus pantalones tenían el mismo diseño. Sus pies estaban cubiertos hasta las pantorrillas con un par de botas negras, que no eran de lo más apropiadas para el calor que hacía ese día en la capital. En ambas solapas de su blusa había una estrella y bajo ellas, sobre su pecho, dos parches con letras bordadas. El de su izquierda decía Ejército de Chile, el de la derecha decía su apellido: Del Solar.
–No tengo autorización para dar entrevistas -dijo la soldada cuando me acerqué a ella–. Si quiere una entrevista tiene que hablar con el mayor a cargo.

–Pero no es sobre las elecciones, sino que es otra cosa. The Clinic te acaba de elegir la militar más linda de las que están acá– le respondí.

Su cara blanca se tornó rápidamente hacia un tono más róseo. Sus labios rosados y brillantes esbozaron una sonrisa tierna y nerviosa mientras su gorro, que no por casualidad tenía el mismo diseño que el resto de su vestimenta, seguía haciéndole sombra en la parte superior del rostro. Por su espalda colgaba su cabello rubio, desde una cola muy bien amarrada con un collet negro. Mientras le hablaba, los hombres que pasaban a nuestro lado la quedaban mirando como si no creyeran que una uniformada podía ser así de bella. Al mismo tiempo, un fotógrafo con su cámara, de esas profesionales que tienen un zoom que necesita un bolso especial, no paraba de enfocarla y de capturarla en varias imágenes.

-¿Y esto saldría en The Clinic?– me preguntó la soldada Del Solar.

–Si me das la entrevista– le respondí.

–Tengo que preguntar, porque no tengo autorización para responder entrevistas.

De su bolsillo sacó un celular pequeño, polifónico. Marcó y se alejó unos pasos para hablar con su superior. Luego se acercó, con sus mejillas aún coloradas, y me explicó que no le habían dado la autorización para responder. Pero su sonrisa no se había borrado.

–No te puedo contestar. Además, te tengo que dejar porque me mandaron a tomar otra posición, pero gracias de todas formas– dijo antes de irse rápidamente a obedecer una orden.


La siesta de San Martín
La gente seguía moviéndose frenética de un lado hacia otro y Rolando San Martín se dedicaba a descansar. Justo al lado de donde estaban ubicados los voluntarios de la Cruz Roja, bajo la sombra de un árbol, San Martín se había acurrucado en el pasto. Su cara no se veía, pues sus manos la cubrían. Sólo se le veía la cabellera canosa. En su muñeca tenía un reloj de correa metálica. Vestía una polera tipo polo verde, unos pantalones beige, afirmados por un cinturón café, y unos zapatos café claro que se contrastaban con sus calcetas color marrón oscuro. Hace una hora que terminó con el trámite electoral y en vez de irse a su casa, prefirió quedarse. Encontró un lugar cómodo en el que podía descansar. El único requisito para lograrlo era obviar la presencia de la enorme cantidad de personas que se paseaban a sólo unos pocos pasos de donde él dormía una siesta. No le costó mucho.

El hombre que dormía tan placidamente en el pasto mientras la gente que estaba haciendo la cola para votar tenía caras de desgano, cansancio, resignación, enojo o, simplemente, de sueño, es separado, tiene tres hijos, pero a diferencia de muchas otras personas, había ido solo a sufragar. Cualquier otro sujeto que haya tenido la posibilidad, como Rolando San Martín, de irse a su casa después de haber terminado todo el proceso que significa votar, la hubiese aprovechado. A esa hora, un día domingo, y con ese calor, la cama propia es mejor que cualquier césped.

Cuando despertó, San Martín, de 55 años –el martes 13 cumpliría 56– sacó de uno de sus bolsillos un cigarrillo Derby corriente y se lo empezó a fumar sentado en donde mismo estaba acostado. Según él, estaba descansando porque sufrió un ataque cardiovascular que le “afectó el lado derecho”. Pero no fue ese día, sino que el accidente que el domingo lo hacía dormir tirado sobre el pasto del Estadio Nacional había pasado hace 33 años.

Cuando era joven, antes del ’72, Rolando San Martín andaba en moto. Le encantaba andar y arreglar las motos de él y sus amigos. Una vez, cuando él tomaba un café con leche, llegó uno de sus compañeros para que le viera la máquina, ya que le estaba fallando. Él recuerda que dejó la taza con el café a medio tomar y salió a probar el vehículo de su amigo. Le encontró la falla, y cuando volvió le dijo “mira, esto es lo que está fallando”. Fue ahí cuando, de la nada, y según San Martín recuerda, cayó. Dice, además, que estuvo casi tres meses en neurocirugía; todo con una voz suave, casi infantil, mientras el Derby se le consume entre sus dedos.
Rolando San Martín jamás volvió a andar en moto. Hoy tiene una camioneta.
Un Pincheira que vota por Dios
“Ahí llegaron los asesinos, los malditos Pincheira”. Miguel Molina dice que así le gritan a él y su familia en la población Rosita Renard, y le molesta. Dice que fastidian a sus niños, a sus nietos y a toda su descendencia y agrega que “los niños pueden ser muy crueles”. No le gusta que le hagan mala fama a su nombre y culpa al Estado por ello.

Miguel se pasea por la calle del Estadio Nacional junto a su mujer, un hijo y un nieto, y no pasa piola. De hecho, apenas entra al recinto electoral, un camarógrafo corre hasta él y lo enfoca. Molina, con su chupalla negra, su poncho huaso a líneas y sus anteojos de sol, se pone a bailar cueca. Es el único que ha ido vestido así en toda la jornada y el único que es capaz de ponerse a bailar bajo el calor insoportable. Sí, había también personas con chupallas de mimbre, pero ninguno como él. Un Pincheira, que odia la violencia, había ido a votar.

Le carga que la violencia se repare con más violencia, odia cuando en las noticias o en los diarios salen asesinatos por ajustes de cuenta y respalda la reacción de Bonvallet con el ex pololo de su hija. Cree que si alguien toca a su mujer, está bien, pudo haber sido de caliente nomás, pero que con la palabra se puede arreglar. Su mujer lo miró y se rió. Pero está de acuerdo con que hay que defender a los suyos, porque si pasa algo y él no hace nada, “¿quién va a responder?”. Mientras hablaba, a pocos pasos de ahí, una mujer era grabada por las cámaras de Mega haciendo el doble de la cantante de la nueva ola, Cecilia.

“Yo tengo una historia parecida a la de ellos (Los Pincheira), pero no de cuatreros ni delincuentes”, dijo Molina. “Es una historia mejor, pero es secreto de Estado”. Dice además, que la ha llevado como una mochila que siempre le ha pesado, y que la rabia la ha transformado en algo que deberían según él, tener todos los chilenos: reconciliación. Por eso fue hasta el Estadio Nacional, para hacer valer su opinión, para expresarse por medio de su voto, como “peregrinos de Dios”. Pero asegura que no se vende y que ni siquiera acepta un lápiz de los políticos. Cree que hacerlo sería “lo mismo que vender el alma al diablo”.

Miguel Molina no sólo va vestido así a las elecciones, sino que también a todas las actividades que hace la municipalidad, porque lleva con orgullo su nombre; porque está orgulloso de ser chileno. Y por eso le da gracias a Dios. Es que él considera que es el único justo en esta vida. “A todos nos da y nos colma de felicidad con algunas cosas ricas, como los hijos, por ejemplo”. Por eso, Miguel prefirió olvidarse de esas caras que habían repletado las calles de la capital y que parecían competir por la sonrisa más bella y en cada papeleta escribió el nombre de su propio candidato: “Mi voto es para Dios”.

La hora de los aplausos

La mañana había pasado y la gente había despejado gran parte del Estadio Nacional, aunque en la mesa 80 de hombres la fila aún tenía a más de 50 personas que todavía esperaban para abrir esas tres cartolas, hacer una raya en cada una y partir para sus casas. Los voluntarios de la Cruz Roja ahora se sentaban relajados, después de haber atendido a cerca de 40 personas por alzas y bajas de presión, fatiga y algunos desmayos. Los jóvenes de la Guardia Civil, vestidos con poleras y jockey naranjos y una chaqueta azul marino sin mangas, que se habían recorrido cada rincón del Estadio con ancianos en sillas de ruedas, ahora las paseaban vacías. Luego las estacionaban frente a la carpa que habían levantado detrás de las camionetas de los canales de televisión. Los soldados ya no tenían preguntas que responder y algunos de ellos sólo se dedicaban a mirar y a comentar cuando pasaba alguna chiquilla de esas con falda, poleras escotadas y buenas tetas. La rubia, la soldada Del Solar, seguía parada y sonriente; siempre atenta, siempre linda.

Una a una las mesas se iban cerrando. Los heladeros y los que vendían bebidas seguían gritando, ofreciendo sus productos, pero cada vez eran menos los que los compraban. Los estudios improvisados de televisión –exceptuando el de Canal 13, que era una plataforma que de improvisada no tenía nada– se fueron desmantelando mientras los camarógrafos, los productores y los periodistas se achoclonaban para ver como los vocales abrían las urnas que habían estado todo el día cerradas y empezaban el conteo. Voto a voto iban contando y en algunas mesas parecía que la fiesta seguía. Otras pasaron la revisión sin pena ni gloria.

“Bachelet. Piñera. Bachelet. Bachelet. Lavín”, decían en voz alta los vocales de las distintas mesas de votación y el nombre que más se repetía era un símbolo de victoria que era celebrado entremedio de aplausos y gritos de alegría que se escuchaban por todo el túnel del Estadio Nacional. Bachelet era la primera mayoría en la generalidad de las mesas y la gente que se aglutinaba entre los micrófonos y los periodistas miraba con expectación cada papeleta que salía de la caja. Cuando sonaba un Piñera algunas personas abucheaban sutilmente. Cuando la marca del papel amarillo estaba sobre el lado de Lavín, los chiflidos salían casi por inercia. A veces, a alguien se le escapaba un “payaso”. De repente se hacía presente el nombre de Tomás Hirsch, el candidato de la micro, y algunas personas lo vitoreaban, otras no hacían nada. Pero la fiesta que se creaba cada vez que el nombre de la candidata concertacionista se oía no se podía contener. Hombres, mujeres –sobre todo mujeres–, jóvenes y viejos, todos se ponían a gritar, a sonar silbatos, a saltar, a cantar el tradicional se siente, se siente, Michelle presidente. El calor que ya no estaba en el aire, ahora estaba en la gente.

En muchas otras mesas no pasaba nada y si la gente que se reunía alrededor de ellas era partidaria de la Alianza, no se decía nada. No hubo ningún grito a favor de Piñera o Lavín, lo cual no significa que no hayan tenido adeptos en el Estadio, sino que solamente no eran tan escandalosos como los bacheletistas. O quizás, simplemente, no tenían nada que celebrar. Pero el frenesí que significaba la victoria no se vio para nada cuando las papeletas eran celestes; menos cuando eran blancas. A la gente sólo le importaban las amarillas y a los vendedores, sólo deshacerse de las bebidas y helados que les habían sobrado. Algunos niños jugaban, unas personas daban vueltas en bicicleta, otras caminaban mesa por mesa para ir viendo los resultados y en la mesa 80 aún se hacía fila.

Las elecciones del 11 de diciembre terminaron normalmente, cumpliéndose todos los pronósticos que se tenían: habrá segunda vuelta entre Michelle Bachelet y Sebastián Piñera y las mujeres que limpiaban el Estadio tendrían mucho trabajo que hacer. Por ahora, sólo queda esperar a que las urnas se vuelvan a cerrar y a que una nueva papeleta tenga a millones de personas haciendo filas durante horas para marcar una sola línea. Ojalá que el calor no moleste tanto como lo hizo esa vez, cuando el Estadio Nacional se había convertido en un paseo familiar.


Crónica hecha como prueba para realizar la práctica profesional en The Clinic. Nunca se publicó.

Comentarios