EL MARINE DE LA GUITARRA DE FUEGO

Un ex militar pacifista al que nada le importa, más que su música, no tiene nada que perder. Este es el sacrificio de Jimi Hendrix, un mago que intimida y al que le cuesta aceptar que vive en un mundo de trucos.

La gente que había ido a ver el festival se veía ansiosa. Mientras esperaban que el próximo número saliera a escena, fumaban marihuana y consumían LSD. De todas partes habían llegado y el show no había decepcionado a nadie. Pero lo que venía no estaba decidido. En los camerinos, un ex marine de color que se había quebrado el tobillo mientras servía como paracaidista en el Escuadrón 101 de Kentucky, en la base del Fuerte Campbell, discutía con Pete Townshend, guitarrista de The Who, por quién sería el próximo en ir al escenario y presentarse frente a ese extasiado público en Monterey, California. Ambos esperaban ese momento y ninguno quería ser opacado por el otro.

-No jodas, no tocaremos después de ti -dijo el encargado de las seis cuerdas del grupo británico.

-No tocaré después de ustedes -le respondió el ex militar.

-No hay nada que discutir, no iremos después de ti. En lo que a mi concierne, estamos listos para ir al escenario, los músicos estarán ahí y punto.

La mirada del norteamericano era extraña. Casi siempre lo era. Tan intimidante como su manera de tocar la guitarra, pero Pete no echaría pie atrás: quería sí o sí subir antes a la plataforma y deleitar de la manera más distorsionada posible a la aún más distorsionada audiencia. Pero se sentía amenazado y no era la primera vez; no frente al ex militar. Ya había visto a su rival presentarse en Londres y tanto él, como Eric Clapton y Brian Jones, todos guitarristas consagrados, se sintieron nada. Había sido toda una experiencia. Se les pasó por la cabeza, incluso, retirarse. Ninguno lo hizo.

Mientras su mirada seguía fija y serena en plena discusión, no se dijo nada. James –que era su nombre- tomó una silla y la puso delante de sí. Se subió con su Fender Stratocaster, cerró los ojos y se puso a tocar de la misma manera que tanto intimidaba a Pete. Sus labios gruesos se movían con su pequeño bigote mientras los dedos de su mano derecha se paseaban por el cuello de la guitarra que tenía las cuerdas al revés. Tenía una camisa anaranjada con vuelos debajo de una chaqueta negra sin mangas con un diseño de colores y sin abotonar. Sobre su frente tenía una cinta muy parecida a la que usaba como cinturón para amarrar los pantalones pata de elefante color burdeo. Pete no decía nada, solamente se remitía a ver el magnífico e improvisado espectáculo que James montaba en el camarín. Los demás hacían lo mismo. Ni Janis Joplin,ni Brian Jones ni Eric Burden ni ningún otro hizo algo además de ver el pequeño anticipo de lo que vendría más tarde.

Afuera del camarín se escuchaba a la gente gritar. Seguían fumando marihuana y consumiendo LSD. Adentro, estaban atónitos. James se bajó de la silla como si nada hubiera pasado, se volteó y miró a Pete Townshend.

-Si toco después de ustedes, emplearé todos los recursos- dijo Jimi Hendrix.

Pete había ganado y saldría él primero junto a The Who, pero la amenaza ya había sido lanzada. Jimi había estado en Nueva York y en distintos lugares de Norteamérica antes de irse a Inglaterra, pero no había tenido la libertad que experimentaba en ese momento y que había ansiado toda su vida. Había tocado en bandas y en clubes pero él no estaba para eso y el público no lo quiso para eso. Quería independencia, quería hacer su música sin que nadie le pusiera trabas. Lo logró recién cuando cruzó el Atlántico y llegó a la isla de la reina, a la tierra donde Pete Townshend y Eric Clapton se sentían seguros y, de cierta forma, intocables. Jimi les había removido el piso y el temblor ya se había expandido hasta su tierra. Este sería el reencuentro con su hogar; no podía pasar desapercibido. Nunca lo hacía y ésta no era la oportunidad para hacerlo.

The Who salió a escena y no mostró ninguna señal de flaqueza. Logró darle al público –que seguía fumando marihuana y consumiendo LSD- el placer desequilibrado de buena música y frenesí destructivo que esperaba. La batería y sus platillos, los micrófonos, los amplificadores, el bajo y la guitarra Pete: todos terminaron destruidos cuando su función llegó a su fin. Ellos se habían transformado en el plato fuerte de la noche y el público había saciado sus ganas de ver fuerza, música y locura entremezclada en un solo show y sobre un mismo escenario. Eso era lo que querían desde un principio. Jimi no hizo gesto alguno y su mirada seguía tan extraña como de costumbre. Él seguía en la lista.

Ya en el escenario, y ahora con un Pete Townshend lleno de aires de triunfo entre el público, Jimi Hendrix realizó su sacrificio. Al guitarrista de The Who ya le había tocado hacer sus trucos, pero Jimi estaba tranquilo. Para él los trucos no existían; para él, era sólo el sentimiento de tocar, la pasión de vivir su propia música, la expresión. Pero si la magia de Pete consistía en destruir de manera alocada y frenética, la de Jimi Hendrix era un ritual erótico que llegaba a lo sublime.

Luego de terminar Wild Thing, una de sus canciones más famosas, Jimi estaba en éxtasis. Se dirigió hacia la parte posterior del escenario y, ya habiendo antes rodado por el suelo y tocado su guitarra con los dientes, se aferró de uno de los amplificadores y comenzó a moverse, a frotarse, a tener sexo con él. Después, tomó su guitarra y la acostó en el suelo, tan sutilmente como si fuera una mujer, y la roció de bencina blanca, encendió un fósforo y le prendió fuego. Jimi jugó con ella, llamó al fuego, le dio un sentido místico y erótico para después azotar a su amante contra el suelo y ofrecerla al público. Pete y The Who veían todo desde la audiencia y fueron testigos de como Jimi había transformado su espectáculo en un viaje que era, más bien, -como dirían después- una epifanía.

Trabajo hecho para el curso Taller de perfiles en la UDP (17/08/2005)

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